Es el segundo año consecutivo que todos en casa hacemos puente por el Pilar. Los niños porque en el cole les dan todos los puentes habidos y por haber, su padre porque tiene un trabajo muy cómodo en el que puede disfrutar de esos días también y yo porque este año también he querido disfrutarlo.
No es que antes no hiciera puentes, que mientras no hubo niños no me “saltaba ninguno” sino que desde que la maternidad llamó a mi puerta el mogollón que supone desplazarse con niños pequeños me daba demasiada pereza para tan sólo tres o cuatro días.
Pero llega un momento en que te das cuenta que echas de menos las escapadas, el “cambiar de aires” aunque no sea ni una semana, el poder salir de casa y descubrir o redescubrir (según el caso) nuevos lugares y decides empezar a ser un poco más práctica (aunque no demasiado según mi respectivo), a dejarte llevar por tu instinto y tus apetencias y a no pensar en el caos que vas a vivir al regreso.
Y así es como tras unos años te lías la manta a la cabeza y decides que octubre es un mes maravilloso para un viaje corto, para apurar los últimos días de sol y para recargar pilas hasta las siguientes vacaciones.
El puente del año pasado estuvimos AQUÍ y AQUÍ, y aunque estuvo realmente bien, este año decidimos variar un poco. El destino elegido tenía montañas (he comprobado que aunque yo reniegue un poco – muy poco la verdad – al resto de la familia el campo es lo que más les gusta), playas ( que no estaban nada masificadas),
ciudades con historia y pueblos con mucho encanto.
Como la experiencia ha vuelto a ser buena, empezamos a hablar de pequeñas escapadas futuras, de posibles destinos que nos llenen a todos, de la magia que tienen los paisajes en otoño, de lo que nos gusta estar junto ...